sábado, 15 de agosto de 2015

AGOSTO


(la foto es de Ramon, el 14 de agosto por la tarde, desde nuestra casa)
Estamos en mitad de agosto y han llegado las tormentas. La playa, de momento, no es un refugio. Hay que aprovechar los recursos que ofrecen las ciudades. Pero, y hablo solo por Barcelona, poca cosa nos ofrece esta ciudad en verano desde un punto de vista cultural. Los museos siguen abiertos, si, pero no hay grandes exposiciones que permitan generar la curiosidad o el deseo de ir a verlas; el teatro, una vez acabado el Festival del Grec, casi ha desaparecido, cerrado por vacaciones; la música se ha ido de excursión a las comarcas ampurdanesas; las galerías están cerradas, las librerías con horarios reducidos. Barcelona en verano parece haberse quedado anclada en el siglo XIX, cuando la burguesía acomodada de la ciudad emigraba a sus casas en la playa o en la montaña y la ciudad se quedaba sin oferta cultural por falta de clientes potenciales, ya que la clase obrera no era, ni mucho menos, consumidora de lo que se consideraba Cultura. De ahí la proliferación de fiestas populares en los barrios que llenaban las tardes y noches de ocio de los que no podían permitirse el lujo de irse de la ciudad. De ahí que el cine fuera, desde siempre, un refugio barato para disfrutar de una tarde de verano.
Bueno, una vez he dejado claro por mi parte la sensación de atraso que produce esta ciudad colonizada por el turismo y vaciada de ofertas interesantes que no sean las que uno mismo se fabrica paseando por lugares inesperados o leyendo libros deseados, me refugio yo también en el cine. Una salas que no hacen grandes esfuerzos por atraer al personal con su programación, pero que sin duda tienen atractivos de varios tipos.

De las películas estrenadas la semana pasada hay dos interesantes.
Les combattants, de Thomas Cailley, se puede ver como unos Juegos del hambre de autor y europeos y disfrutarla con su lado de historia de amor absolutamente heterodoxa; pero también y eso la hace más interesante, se puede ver como una metáfora de la lucha por salir adelante de una juventud que ahora mismo está buscando reglas nuevas de convivencia que le permitan enfrentarse a una crisis del sistema de vida para el que se suponía les habían educado. En ese sentido, las dos partes de esta película son ejemplares: en la primera, Madeleine y Arnaud utilizan las armas de siempre, un campamento militar donde se enseña la supervivencia; en la segunda, Madeleine y Arnaud descubren que son capaces de crear nuevas reglas y de apartarse de lo establecido. Quizás quiero ver más de lo que hay en esta película juvenil y fresca, pero para eso está la mirada, para ver lo que se quiere ver.

Mi casa en París, del veterano Israel Horovitz, es una película antigua en todos los sentidos. Y ese es su encanto. Tiene esa especie de olor a alcanfor que se produce cuando abres un armario en la casa de unos abuelos desaparecidos muchos años atrás. Mi casa en Paris es una obra de teatro con cuatro personajes: un americano maduro y desencantado, una anciana libre y con unos ojos llenos de vida, su hija, una mujer guapa que ve cómo pasan los años sin dejar huella en su alma y una casa en París, con un jardín escondido en pleno barrio de El Marais. No es un film memorable, pero si es una de esas películas que se ven  con gusto gracias en gran parte a Kevin Kline, Maggie Smith, Kristin Cott Thomas, los tres espléndidos en sus personajes.




(un gato blanco de Ramon que le gustaría al señor Manglehorn)

De los estrenos de esta semana quiero destacar uno. El señor Manglehorn. En primer lugar porque es un recital del mejor Al Pacino de los últimos años, sobrio, melancólico, mayor, pero no viejo (Pacino tiene 75 años). Pero no solo por eso, que ya es bastante. Hay en esta extraña película cosas inquietantes y muy sugerentes. Por ejemplo, el señor Manglehorn es cerrajero. Abres puertas, crea llaves. No es una profesión inocente. El personaje no tendría la misma calidad de cuento si fuera zapatero o fuera carpintero (tendría otras, igual de interesantes, pero no ésta).  El señor Manglehorn tiene las llaves para abrir lo que está cerrado. Todo, menos su corazón que permanece encadenado por un amor perdido de juventud que es un muro de separación del mundo. Pero hay más cosas: las abejas por ejemplo. Las abejas viven debajo del buzón de correos del señor Manglehorn. Cada vez que lo abre esperando encontrar una carta de Clara y descubriendo que lo único que hay es sus propias cartas devueltas, Manglehorn debe evitar ser picado por las abejas. Curioso.  Más cosas. Manglehorn tiene una gata que se esconde en los armarios y que está enferma. El adora a este animal y cuando decide llevarlo al veterinario donde descubrirá que es lo que atormenta al pobre animal, atraviesa un espacio de pesadilla y de ensueño, de destrucción y de apocalipsis. Como en todos los cuentos, hay en éste una princesa a la que hay que salvar, una dulce Holly Hunter que deja ir su cabellera rubia para que el príncipe Pacino atraviese el muro que le separa del mundo.
Me doy cuenta de que, una vez más, me he puesto a fabular sobre lo que veo. Esa es la grandeza del cine, o de la literatura y mucho más de la pintura. Tienen tantos niveles de lectura y disfrute como uno quiera darles. El señor Manglehorn puede verse como la triste historia  de un viejo solitario. Yo prefiero mirar un poco más allá.


1 comentario:

  1. MAGNIFICA ENTRADA DEFINIENDO A LA PERFECCIÓN ESTA TRISTE BARCELONA DE LA CULTURA. APLAUSOS PARA TU LUCIDEZ, TU ELEGANCIA PARA ANALIZAR Y TU VERBO PARA PONER LOS PUNTOS SOBRE LAS IÉS.
    RUIZ DE VILLALOBOS

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