lunes, 13 de abril de 2015

QUE DIFÍCIL ES SER DIOS





(no he encontrado ninguna imagen de Ramon para acompañar este texto. Ramon nunca pinta horrores. Asi que he puesto un cuadro terrible de Brueghel)

La semana pasada se estrenó un film importante, Qué difícil es ser Dios. Es la última película del director ruso Alexsei German que murió poco después de terminarla en el 2013. German dirigió seis películas entre 1968 y  2013. Entre esta última y la anterior de 1998, pasaron quince años; entre la quinta y la cuarta, de 1984, otros quince. German no era un director confortable ni en la Unión Soviética, ni en la Rusia de Putin.
Que el director escogiera como tema para el que iba a ser su testamento cinematográfico una adaptación de la novela Que difícil es ser Dios de los hermanos Arkadi y Boris Strugatski, publicada en 1964, no es más que la prueba de su coherencia política y estilística.

La novela.
Bajo la apariencia de novelas de ciencia ficción, los hermanos Strugatski denunciaron en todas sus obras la tiranía stalinista y más tarde el control y el  poder de la mediocridad y la estupidez de la nomenklatura del Partico Comunista y el Gobierno de la URSS. Tarkowski adaptó en Stalker una de sus más populares historias, Picnic extraterrestre,  de 1977. Qué difícil es ser Dios fue su primera novela. Es curioso que apareciera el mismo año o casi que Frank Herbert publicaba la primera parte de Dune. Y digo curioso, porque la novela rusa parece un spin off del planeta donde habita el odioso y asqueroso Baron Harkonnen, jefe de la Casa Harkonenn enfrentado a los Atreides. El planeta donde se desarrolla la acción de Que difícil,…, una especie de simulacro de la Tierra pero en plena Edad Media, tiene mucho que ver con la podredumbre de la Casa Harkonenn, aunque el trasfondo político sea muy diferente en ambos casos.

La película.
German se apropia de la narración de los Strugatski  para llevarla a un terreno casi insoportable. Partiendo de uno de los títulos alternativos que tuvo la novela, El observador, German coloca su cámara como un observador omnisciente al que los actores miran continuamente, interpelan y obstruyen con toda clase de objetos. La cámara es el auténtico ojo de Dios que mira ese mundo de miseria y horror surgido directamente de un cuadro del Bosco o una pintura de Brueghel. El film está rodado en blanco y negro. Tal como es jamás habría podido ser en color. La sinfonía de mierda, sangre, barro, vísceras, mocos, moscas y muerte, en color habría sido algo inaguantable y lo que es peor, habría sido completamente inverosímil. La niebla y la lluvia tamizan los horrores de este retablo que refleja con un realismo brutal y bárbaro la vida de un perdido rincón medieval donde la belleza no existe, la inteligencia se persigue hasta la muerte y cualquier atisbo de misericordia se castiga con la tortura. Una descripción del mundo bajo el estalinismo que no está muy lejos de la actual Rusia putinesca.
Qué difícil es ser Dios de alguna manera hace que sea difícil ser un Espectador. Y sin embargo, si se entra en la propuesta de su claustrofóbica poesía, si uno se deja llevar por los planos secuencia y casi huele la podredumbre de esa ciudad de pesadilla, acaba por sumergirse en una “obra mayor que pide (y merece) entrega incondicional”, como escribe Jordi Costa en su crítica de El País.
No sé si Qué difícil es ser Dios es un film que se pueda recomendar alegremente. En todo caso, si sé que es un film importante que merece ser (re)conocido. Luego, cada uno que decida según su estado de ánimo si lo quiere ver o no. Vale la pena planteárselo.

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